“Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue la oscuridad”
(El arca rusa, Alexander Sokurov)
Todavía hoy siento una punzada al evocar su imagen, su cuerpo frágil, sus andares de bailarina.
Recuerdo la primera vez que apareció por la casa: ojos verdes casi transparentes, un sedoso vestido malva fundido a su cuerpo, perdida como un pájaro bobo a punto de chocar contra un chaflán. Una beldad que venía a involucrarse con los locos habituales del edificio antiguo heredado de mi familia donde yo residía. Cómo me fascinó desde el primer momento su alienada belleza abstraída.
En abril, la señora Legrelle había aparecido buscando piso. Yo no tenía intención de alquilar el apartamento contiguo al mío, necesitaba silencio para concentrarme en la tesis doctoral, pero su insistencia obstinada minó por completo mi sabia decisión anterior. Soy sensible e impresionable a la perseverancia de cierto tipo de mujeres matroniles y seguras de sí mismas, y al momento, sin apenas darme cuenta, ya le había propuesto que el conserje se lo mostrara cuando más le conviniera. Una insignia gamada zigzagueaba como una sombra por la osamenta de aquel rostro sonriente.
Al atardecer del día siguiente, se presentaron en el edificio tres mujeres, la abuela, la madre y la hija, con el propósito de quedarse con el apartamento. Mientras Emilio les enseñaba la vivienda a la madre y a la abuela, la más joven se metió en la mía como buscando algo. El parquet crujió bajo el material gastado de sus suelas. Al oírlo, me escabullí entre los libros que rodeaban mi cama, pero la chica se plantó delante, de espaldas, y me hizo una extraña pregunta con una voz casi inaudible. -¿Hay mucha luz interior?
ANA, ANA... me sacó de la cama inútilmente para meterse en mi vida y convertirse en una dulce obsesión.
Su habitación lindaba con la mía. Compartíamos la delgada pared que dejaba pasar sus profundos suspiros, la voz aguda y cantarina resistiéndose a los reproches maternos, su tos seca, la música estridente del equipo, el deslizamiento de los dedos suaves por las planchas de Braille.
Su presencia me llenó de fantasías. Al compás de sus ritmos vitales, las páginas de mis libros de lectura se atestaron de corazones traspasados por lanzas herrumbrosas goteando sangre, las letras de mis archivos de Word sufrieron alteraciones multicolores, garabateé el cuaderno donde apuntaba cada día mis experiencias más íntimas con su nombre escrito en cada espacio. Las aes se revolvían redondas y volubles como sus policromos ojos verdes claros, ambarinos o celestes como el mar; la ene se convertía en una nariz pequeña y respingona que apuntaba al infinito.
AnA, ana, aNa, ANA, Ariadna dulce tejiendo la tela invisible de mi delirio. Venus que no ve. Di, AnA, el amor es afásico e intangible.
El día en que llegaron con todos sus trastos me la encontré en el descansillo, frente a la puerta. Inmóvil, trataba de pasar el tiempo mientras su madre conseguía acertar en la cerradura con la llave nueva y la luz apagada. La observaría muchas veces a través de la mirilla, cuando traía los archivos secretos e ilegales de su marido muerto. En general, la astuta mujer prefería no encender la luz y corría con delicadeza las cortinas cuando yo aparecía por su casa, como si temiese que la iluminación inflamara su rostro gastado de ignominia totalitaria, como si el estigma ocultado pudiera flamear en aquella familia de mujeres solas, como si su hija hubiera podido mirar y recobrar los pasos perdidos ya en la memoria de la historia.
Yo vivía justo enfrente, en la misma planta, con dedicación plena a mis estudios justo hasta el momento en que aquella familia invadió mi aplicado cerebro y mis oídos con sus peleas constantes. Su puerta estaba grabada con la A, la mía con la letra B. Durante los primeros meses me distraje observando los movimientos de la vivienda, pegando la oreja a la pared para escuchar con precisión sus desdichas pecuniarias.
Al cabo de algún tiempo comenzó a visitarme. Al principio se pasaba por casa los fines de semana. Al poco, cruzaba cada día el descansillo para tocar al timbre de la puerta donde yo tenía bien pegado el ojo a la mirilla esperando su visita.
Sus dedos delicados lo tocaban todo cuando entraba en mi habitación. Colocaba las palmas de las manos abiertas en la pantalla del televisor como si quisiera moldearlo. Las veintinueve pulgadas se empequeñecían inundando aquellas manos enjutas llenas de radiaciones, volviéndolas transparentes y verdosas, radiografías de dos espectros ajustando una quimera.-¿Qué escribes? Léemelo.
La piel blanca y suave de su antebrazo me rozaba la cara al acercarse, siempre dispuesta a saber lo que hacía, hacia dónde miraba, acechando las señales más nimias para averiguar mis gestos. Yo deseaba aquel rostro angelical con un apetito inconcebible, sus ojos desconcertantes parecían inundarme con sus aguas templadas.
El mar que se veía desde mi ventana acabó confundiéndose con el verde pálido de su iris, verde intenso en su palidez fantasmal: verdemar, verde anémico, verde exangüe, verde cadavérico, verde angelical. El glauco clarísimo se difuminaba en la atmósfera y envolvía todo lo que la rodeaba.
Ella conocía su poder, sabía perfectamente lo que hacía cuando compró aquel vestido negro de Prada que le había descrito y que tanto me gustaba. Me sorprendió el día en que llegó con él y se desvistió para probárselo. No me atreví a preguntarle cómo lo había conseguido. Se paseó desnuda durante un rato, recorriendo la habitación, riéndose de mí y de mis libros una vez que se lo había probado.
-Toma, pruébatelo tú ahora, tenemos la misma talla. Además, lo he comprado para ti.
Lo colgó en la percha y nunca lo toqué. Su desnudez estuvo presente desde entonces. Sus clarísimos ojos, impasibles y ciegos, empezaron a provocarme orgasmos involuntarios cuando los miraba fijamente. Jadeaba sin poder evitarlo mientras ella permanecía quieta en algún punto distante de su universo, lánguida, abatida contra el marco de la ventana, dominándolo todo. Durante el insomnio de la noche, lloraba impotente en la misma cama que había retenido su cuerpo perfecto.
El tiempo la volvía inaprensible, remota. La cargaba de una fuerza implacable que me paralizaba cada vez más. Entonces aprendí a detestarla. Ella, sin embargo, seguía aumentando progresivamente las horas de permanencia en mi cuarto, estática y distante; sus ojos fijos en cualquier punto abstracto, desde el mutismo, parecían querer vaciarse.
Pasó algo más de un año. Mi trabajo paralizado parecía arrancar a duras penas. Era una noche templada cuando apareció por la puerta medio desnuda. Seguí tecleando sin saber lo que escribía. Se acercó a mi mesa y me dio un beso en la mejilla, muy cerca de la oreja. Mis manos se agitaron involuntariamente. Se apartó, como siempre, para echarse en el quicio de la ventana. Procuré no mirarla e ignorarla, y continuar con lo que estaba haciendo. Volvió a acercarse por la espalda y fue deslizando los dedos por mi torso hasta llegar a la pelvis. Su rostro se pegó a la pantalla y su delirante belleza esquizoide resaltó entre las letras reflectantes como prisionero de ellas.
Ese fue el momento en que la toqué por primera vez. Coloqué las dos manos en sus labios carnosos, desplacé las yemas hacia arriba por el cutis finísimo lleno de lágrimas y hundí los dos dedos índices en las retinas de aquel rostro antes idolatrado.
Cuando desperté, abrí los ojos y lo primero que vi fue la oscuridad.
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