miércoles, 23 de octubre de 2013

Relato de Alice Munro, Premio Nobel de Literatura 2013


 
LA GRIPE ESPAÑOLA
Louisa se había hecho amiga de algunos de los viajantes de comercio que se alojaban periódicamente en el hotel. Uno de ellos era Jim Frarey, que vendía máquinas de escribir, material de oficina y libros y toda clase de artículos de papelería. Era un hombre rubio, de hombros estrechos pero constitución fuerte, de unos cuarenta y cinco años. Por su aspecto, hubiera podido pensarse que vendía algo más pesado y más importante en el mundo masculino, como herramientas de labranza.

Jim Frarey no dejó de viajar durante la epidemia de gripe española, a pesar de que nunca se sabía si las tiendas estarían abiertas o no. De vez en cuando también cerraban los hoteles, al igual que los colegios y las salas de cine e inclusoalgo que a Jim Frarey le parecía escandalosolas iglesias.

Cobardes. Debería darles vergüenzale dijo a Louisa. ¿De qué sirve esconderte en casa y esperar a que ataque? nunca cerraste la biblioteca, ¿no?

Louisa le contestó que sólo cuando se puso enferma. El suyo fue un caso leve, apenas una semana pero, naturalmente, tuvo que ir al hospital. No la dejaron que se quedase en el hotel.

Son unos cobardesdijo él. Si te tiene que tocar, te toca, ¿no crees?

Hablaron de las aglomeraciones en los hospitales, de los médicos y las enfermeras que murieron, del incesante y penoso espectáculo de los funerales. Jim Frarey vivía en una calle de Toronto en la que había una funeraria. Dijo que todavía sacaban los caballos negros, el coche negro, los adornos, para enterrar a los personajes que justificaban todo aquel despliegue.

No paraban ni de día ni de nocheañadió. Ni de día ni de noche.Alzó el vaso y dijo: Bueno, por la salud. Tienes buen aspecto.

Pensaba que Louisa tenía de verdad mejor aspecto que antes. Quizá hubiera empezado a darse colorete. Tenía la piel pálida, olivácea, y Jim Frarey creía recordar sus mejillas sin color. Además, se vestía con más gracia, y se esforzaba más por ser simpática. Antes, era según le daba. También había empezado a beber whisky, aunque nunca sin ahogarlo en agua. Antes sólo bebía un vaso de vino. Jim Frarey pensó si sería un novio quien la habría hecho cambiar así; pero un novio podía mejorar su aspecto sin necesidad de que sintiera más interés por todo, y estaba casi seguro de que eso es lo que había ocurrido. Lo más probable es que se debiera a que el tiempo pasaba y a que la guerra mermaba terriblemente las perspectivas de encontrar marido. Eso podía servirle de estímulo a una mujer. Además, era más lista y más guapa y tenía mejor conversación que la mayoría de las casadas. ¿Qué ocurría con una mujer así? A veces, simple mala suerte. O mal cálculo en el momento importante. ¿Un poco demasiado aguda y segura de misma, para aquella época, de manera que hacía sentirse incómodos a los hombres?

De todos modos, la vida no puede detenersedijo. hiciste bien al mantener abierta la biblioteca.

Esto ocurría a principios del invierno de 1919, cuando se produjo otro brote de gripe después de que todos pensaran que había pasado el peligro. Al parecer, estaban solos en el hotel. No eran más que las nueve, pero el dueño ya había ido a acostarse. Su mujer estaba en el hospital con gripe. Jim Frarey había cogido una botella de whisky del bar, que estaba cerrado por miedo al contagio, y estaban sentados a una mesa junto a la ventana, en el comedor. Afuera se había formado una neblina invernal que se apretaba contra los cristales. Apenas podían verse las luces de los faroles ni los escasos coches que se arrastraban cautelosamente por el puente.

Bueno, no fue por una cuestión de principiosdijo Louisa. O sea, que mantuviese la biblioteca abierta. Fue por una razón más personal de lo que crees.

Después se echó a reír y le prometió una historia curiosa.

Vaya, el whisky debe de haberme soltado la lengua.

Yo no soy cotilladijo Jim Frarey.

Louisa le dirigió una mirada dura y burlona y dijo que cuando una persona asegura no ser cotilla, casi invariablemente lo es. Igual que si te promete no contárselo a nadie.

Esto puedes contarlo donde y cuando quieras, con tal de que no des los verdaderos nombres y no lo cuentes aquídijo. Espero que puedo confiar en ti para eso. Aunque en este momento parece que no me importa, seguramente pensaré otra cosa cuando desaparezcan los efectos de la bebida. Es una lección, esta historia. Es una lección sobre lo estúpidas que pueden ser las mujeres. ¡Pues qué novedad, dirás tú, si eso es algo que se ve a diario!

Le habló de un soldado que había empezado a escribirle cartas desde el extranjero. La recordaba de cuando iba a la biblioteca, pero ella no le recordaba. Sin embargo, contestó en tono amistoso a su primera carta y se inició una correspondencia entre ambos. Él le contó dónde vivía en el pueblo y ella pasó junto a la casa para poder contarle cómo iban las cosas por allí. El soldado le explicó qué libros había leído y Louisa le dio cierta información. En definitiva, los dos desvelaron algo de mismos y brotaron sentimientos cálidos por ambas partes. Primero por la del soldado, con respecto a las declaraciones amorosas. Ella no se precipitaba fácilmente, como una tonta. Al principio, pensó que estaba siendo simplemente amable. Incluso más adelante no quiso rechazarlo ni abochornarlo. Él le pidió una fotografía. Louisa se hizo un retrato, que no le gustaba, pero se lo envió. Le preguntó si tenía novio, y ella contestó sinceramente, que no. El soldado no le envió ninguna fotografía ni ella se la pidió, aunque, desde luego, sentía curiosidad por saber cómo era. No le resultaría fácil hacerse una fotografía en medio de una guerra. Además, no quería dar la impresión de ser la clase de mujer que deja de mostrarse amable si el aspecto físico no acompaña.

Él le escribió que no tenía esperanzas de regresar. Le dijo que no tenía tanto miedo de morir como de acabar como algunos de los hombres que había visto en el hospital, heridos. No entraba en detalles, pero Louisa suponía que se refería a los casos que acababan de empezar a conocerse por entonces: los muñones de los hombres, los ciegos, los que se habían quedado como monstruos a consecuencia de las quemaduras. No se lamentaba de su suerte; Louisa no quería dar a entender eso. Simplemente, esperaba morir y elegía la muerte entre otras opciones y pensaba en ella y le escribía como hacen los hombres con sus novias en tales situaciones.

Cuando terminó la guerra, pasó una temporada sin tener noticias suyas. Todos los días esperaba recibir una carta que nunca llegó. Nada. Louisa temía que hubiese sido uno de tantos soldados, los más desafortunados en la guerra, uno de los que murieron la última semana, o el último día, o incluso la última hora. Leía el periódico local todas las semanas, y siguieron publicando los nombres de las víctimas más recientes hasta después de Año Nuevo, pero el suyo no figuraba entre ellos. Entonces, en el periódico empezaron a consignar también los nombres de los que regresaban, a veces junto a una fotografía y unas palabras de bienvenida. Cuando regresó el grueso de los soldados empezó a haber menos espacio para estos añadidos. Y un día vio su nombre, uno más de la lista. No le habían matado, no le habían herido: volvía a casa, a Carstairs; quizá ya hubiera llegado.

Fue entonces cuando decidió mantener abierta la biblioteca, aunque la epidemia de gripe se encontraba en pleno apogeo. Todos los días, tenía la certeza de que él vendría, todos los días estaba preparada para él. Los domingos eran un martirio. Cuando entraba al Ayuntamiento siempre tenía la sensación de que había llegado antes que ella, que estaría apoyado contra la pared esperando su llegada. A veces, la sensación era tan fuerte que veía una sombra que confundía con un hombre. Entonces comprendió cómo se convencían algunas personas de haber visto un fantasma. Cada vez que se abría la puerta esperaba toparse con su cara. En ocasiones, hacía un pacto consigo misma para no levantar la mirada hasta haber contado hasta diez. Entraban pocas personas, debido a la gripe. Se impuso la tarea de ordenar cosas, porque si no se hubiera vuelto loca. Nunca cerraba hasta cinco o diez minutos después de la hora. Y entonces se le ocurría que quizá estuviese enfrente, en la escalera de Correos, observándola, demasiado tímido para acercársele. Naturalmente, le preocupaba que estuviese enfermo e intentaba enterarse de las noticias de los últimos casos en todas las conversaciones. Nadie pronunció nunca su nombre.

Fue entonces cuando dejó de leer, por completo. Las cubiertas de los libros le parecían ataúdes, o demasiado pobretones o demasiado vistosos, y lo que había en su interior hubiera podido ser polvo.

Pero, ¿no había que perdonarla, no había que perdonarla por haber pensado, después de aquellas cartas, que algo que no podría ocurrir jamás era que no la abordase, que no se pusiera en contacto con ella? ¿Que no traspasara su umbral, después de tales promesas? Los entierros pasaban junto a su ventana y no les prestaba la menor atención, si no era el entierro de él. Incluso mientras estuvo enferma en el hospital lo único que le importaba era que tenía que volver, tenía que salir de la cama, no cerrarle las puertas a él. Apenas pudo ponerse en pie reanudó el trabajo.

Una tarde calurosa estaba ordenando unos periódicos recientes en las estanterías y el nombre del soldado apareció ante sus ojos como una imagen de sus sueños febriles.

Leyó una breve noticia, la de su boda con la señorita Grace Horne. No la conocía. No iba a la biblioteca.

La novia llevaba vestido de crespón de seda beige con ribetes en crema y marrón y sombrero de paja también beige con cintas de terciopelo marrón.

No publicaban fotografía. Ribetes en crema y marrón. Así se puso punto final a su historia de amor, y así tenía que ser.

Pero hacía cosa de unas semanas, un sábado por la noche, cuando ya se había marchado todo el mundo de la biblioteca y estaba apagando las luces, sobre su mesa descubrió un trozo de papel, con unas cuantas palabras escritas. Estaba prometido antes de marcharme al extranjero. Ningún nombre, ni el de él ni el de ella. Y allí estaba la fotografía de Louisa, medio escondida bajo el secante.

Había estado en la biblioteca aquella misma tarde. Ella había tenido mucho trabajo, abandonando con frecuencia su mesa para buscar un libro para un usuario o para arreglar unos papeles o colocar libros en las estanterías. Había estado en la misma habitación que ella, la había observado, y había aprovechado la oportunidad Pero no se dio a conocer.

Estaba prometido antes de marcharme al extranjero.

¿Crees que se burló de mí?dijo Louisa. ¿Crees que un hombre puede ser tan diabólico?

Según mi experiencia, las mujeres son mucho más dadas a esa clase de burlas. No, no. No pienses una cosa así. Seguramente era sincero. Se entusiasmó demasiado. Es ni más ni menos que lo que parece a primera vista. Estaba prometido antes de marcharse, no esperaba volver sano y salvo pero volvió. Y al llegar, le estaba esperando su prometida. ¿Qué podía hacer él?

Sí, desde luego. ¿Qué podía hacer?dijo Louisa.

Se pasó de listo.

¡Exactamente!dijo Louisa. ¿Y qué era en mi caso sino vanidad, que había que quitarme a bofetadas?Tenía los ojos vidriosos y una expresión maliciosa. ¿Crees que un día me vio bien y pensó que el original era todavía peor que la fotografía y por eso se largó?

¡Claro que no!dijo Jim Frarey. Y no deberías darte tan poca importancia.

No quiero que pienses que soy idiotadijo Louisa. No soy tan idiota e inexperta como podría parecer por lo que te he contado.

Yo no pienso que seas idiota en absoluto.

Pero a lo mejor que soy inexperta, ¿no?

Ya estamos, pensó él; lo de siempre. Las mujeres, cuando te han contado algo de mismas, no pueden evitar contarte algo más. La bebida las trastorna por completo, se olvidan hasta de la mínima prudencia.

Un día, Louisa le confió que había estado internada en un sanatorio. Entonces le dijo que se había enamorado de un médico de allí. El sanatorio estaba en un lugar maravilloso, en el monte Hamilton, y se veían los senderos bordeados de setos. Los escalones estaban formados por plataformas de piedra caliza y en algunos puntos protegidos había plantas que no se suelen encontrar en Ontario: azaleas, rododendros, magnolias. El médico sabía un poco de botánica y le explicó que era vegetación de Carolina. Muy distinta de la de aquí, más exuberante, y también había bosquecillos, árboles preciosos, senderos desgastados bajo los árboles. Árboles con tulipanes.

¿Tulipanes?dijo Jim Frarey. ¿Tulipanes en los árboles?

¡No, no, era la forma de las hojas!

Se rió de él provocativamente; después se mordió los labios. A él se le antojó continuar el diálogo, y dijo: «¡Tulipanes en los árboles!», mientras ella insistía en que no, que eran las hojas las que tenían forma de tulipán, ¡no, yo no he dicho eso, lo sabes! Y así pasaron a una fase de valoración, con muchas precaucionesque él conocía bien y esperaba que ella también conociese, llena de sorpresas pequeñas, agradables, señales medio sardónicas, un surgir de esperanzas impúdicas, y una fatídica cordialidad.

Todo para nosotrosdijo Jim Frarey. Nunca había pasado antes, ¿verdad? Y a lo mejor no vuelve a pasar.

Ella le dejó que le cogiera las manos, casi que la levantase del asiento. Él apagó las luces cuando salieron del comedor. Subieron la escalera, algo que habían hecho con frecuencia por separado. Pasaron ante el cuadro de un perro sobre la tumba de su amo, y la escocesa cantando en el prado y el viejo rey de ojos saltones, con expresión de complacencia y saciedad.

«Está todo nublado, y mi corazón asustado»iba medio cantando, medio tarareando Jim Frarey mientras subían. Llevaba una mano tranquilizadora posada en la espalda de Louisa. Vamos, vamosdijo mientras la hacía tomar la curva que formaba la escalera. Y cuando empezaron a remontar el estrecho tramo que llevaba al tercer piso añadió: ¡Nunca había estado tan cerca del cielo en esta casa!

Pero más tarde, aquella misma noche, Jim Frarey emitió un gemido final y se incorporó para reñirla somnoliento:

Louisa, Louisa, ¿por qué no me habías dicho que era así?

Te lo he contado tododijo Louisa con voz débil e insegura.

Entonces será que yo me había hecho una idea distintadijo él. No tenía intención de que esto cambiara las cosas para ti.

Ella dijo que no había cambiado nada. En aquel momento, sin que él la sujetase y la enderezase, sintió que se ponía a dar vueltas irresistiblemente, como si el colchón se hubiese transformado en una peonza y ella estuviese encima. Trató de explicar que los vestigios de sangre de las sábanas podían atribuirse al período, pero las palabras salían de sus labios con infinita negligencia y no encajaban.

(Secreto a voces, traducción Flora Casas, Debate, 1994)