jueves, 8 de octubre de 2009

Duodécima mujer que recibe el Premio Nobel de Literatura

La escritora Herta Müller, noveslista, poeta y ensayista, ha recibido el Premio Nobel este año. Está claro que el Premio es fundamentalmente masculino, en toda su historia lo han recibido 650 hombres frente a 31 mujeres. En literatura, la última escritora que lo recibió fue Doris Lessing en 2007. La primera mujer que ganó el prestigioso galardón fue la sueca Selman Lagerloff, en 1909 y en lengua española sólo la chilena Gabriela Mistral lo obtuvo en 1945.

Transcribo uno de los relatos de su libro El hombre es un gran faisán en el mundo, Siruela, 1992.


LA DALIA BLANCA

En plena canícula de agosto, la madre del carpintero bajó una sandía al pozo con el cubo. El pozo hacía olas en torno al cubo. El agua gorgoteaba en torno a la cáscara verde. El agua enfrió la sandía. La madre del carpintero salió al jardín con el cuchillo grande. El sendero del jardín era una acequia. La lechuga había crecido. Tenía las hojas pegadas por la leche blancuzca que se forma en los cogollos.

La madre del carpintero bajó por la acequia con el cuchillo. Allí donde empieza la valla y termina el jardín, florecía una dalia blanca. La dalia le llegaba al hombro. La madre del carpintero se pasó un buen rato oliendo los pétalos blancos. Inhalando el perfume de la dalia. Luego se frotó la frente y miró el patio.

La madre del carpintero cortó la dalia blanca con el cuchillo grande. «La sandía fue un simple pretexto», dijo el carpintero después del entierro. «La dalia fue su hado fatal.» y la vecina del carpintero dijo: «La dalia fue una visión».

«Como este verano ha sido tan seco», dijo la mujer 'del carpintero, «la dalia se llenó de pétalos blancos y enrollados. Floreció hasta alcanzar un tamaño nada común para una dalia. Y como no ha soplado viento este verano, no se deshojó. La dalia ya llevaba tiempo muerta, pero no podía marchitarse».

«Eso no se aguanta», dijo el carpintero, «no hay quien aguante algo así».

Nadie sabe qué hizo la madre del carpintero con la dalia que había cortado. No se la llevó a su casa. Ni la puso en su habitación. Ni la dejó en el jardín.

«Llegó del jardín con el cuchillo grande en la mano», dijo el carpintero. «Había algo de la dalia en sus ojos. El blanco de los ojos se le había secado.»

«Puede ser», dijo el carpintero, «que mientras esperaba la sandía hubiese deshojado la dalia. En su mano, sin dejar caer un solo pétalo a tierra. Como si el jardín fuera una habitación».

«Creo», dijo el carpintero, «que cavó un hoyo en la tierra con el cuchillo grande y enterró ahí la

dalia».

La madre del carpintero sacó el cubo del pozo ya al caer la tarde. Llevó la sandía a la mesa de la cocina. Con la punta del cuchillo perforó la cáscara verde. Luego giró el brazo describiendo un círculo con el cuchillo grande y cortó la sandía por la mitad. La sandía crujió. Fue un estertor. Había estado viva en el pozo y sobre la mesa de la cocina, hasta que sus dos mitades se separaron. La madre del carpintero abrió los ojos, pero como los tenía igual de secos que la dalia, no se le abrieron. mucho. El zumo goteaba de la hoja del cuchillo. Sus ojos pequeños y llenos de odio miraron la pulpa roja. Las pepitas negras se encabalgaban unas sobre otras como los dientes de un peine.

La madre del carpintero no cortó la sandía en rodajas. Puso las dos mitades delante de ella, y con la punta del cuchillo fue horadando la pulpa roja. «En mi vida había visto tanta avidez en un par de ojos», dijo el carpintero.

El líquido rojo empezó a gotear en la mesa de la cocina. Le goteaba a ella por las comisuras de los labios. Las gotas le chorreaban por los codos. El líquido rojo de la sandía se fue pegando al suelo.

«Mi madre nunca había tenido los dientes tan blancos y fríos», dijo el carpintero. «Mientras comía

me dijo: "No me mires así, no me mires la boca". Y escupía las pepitas negras sobre la mesa.»

«Yo desvié la mirada. No me fui de la cocina. La sandía me daba miedo», dijo el carpintero. «Luego miré por la ventana. Por la calle pasó un desconocido.

Caminaba deprisa, hablando consigo mismo. Detrás de mí, oía a mi madre perforar la pulpa con el cuchillo.

La oía masticar. Y deglutir. "Mamá", le dije sin mirada, "deja ya de comer".»

La madre del carpintero levantó la mano. «Empezó a gritar y yo la miré porque gritaba muy fuerte», dijo el carpintero. «Me amenazó con el cuchillo. "Esto no es un verano y tú no eres un hombre", chilló.

"Siento una presión en la frente. Me arden las tripas. Este verano despide el fuego de todos los años. Sólo la sandía me refresca".»

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