Un fragmento de La tía Julia y el escribidor:
"Me sorprendió mucho que la tía Julia, pese a ser boliviana y vivir en La Paz, no hubiera oído hablar nunca de Pedro Camacho. Pero ella me aclaró que jamás había escuchado una radionovela, ni puesto los pies en un teatro desde que interpretó la Danza de las Horas, en el papel de Crepúsculo, el año que terminó el colegio donde las monjas irlandesas ("No te atrevas a preguntarme cuántos años hace de eso, Marito"). Íbamos caminando desde la casa del tío Lucho, al final de la avenida Armendáriz, hacia el cine Barranco. Me había impuesto la invitación ella misma, ese mediodía, de la manera más artera. Era el jueves siguiente a su llegada, y aunque la perspectiva de ser otra vez víctima de los chistes bolivianos no me hacía gracia, no quise faltar al almuerzo semanal. Tenía la esperanza de no encontrarla, porque la víspera -los miércoles en la noche eran de visita a la tía Gaby- había oído a la tía Hortensia comunicar con el tono de quien está en el secreto de los dioses:
-En su primera semana limeña ha salido cuatro veces y con cuatro galanes diferentes, uno de ellos casado. ¡La divorciada se las trae!
Cuando llegué donde el tío Lucho, luego de El Panamericano de las doce, la encontré precisamente con uno de sus galanes. Sentí el dulce placer de la venganza al entrar a la sala y descubrir sentado junto a ella, mirándola con ojos de conquistador, flamante de ridículo en su traje de otras épocas, su corbata mariposa y su clavel en el ojal, al tío Pancracio, un primo hermano de mi abuela. Había enviudado hacía siglos, caminaba con los pies abiertos marcando las diez y diez y en la familia se comentaban maliciosamente sus visitas porque no tenía reparo en pellizcar a las sirvientas a la vista de todos. Se pintaba el pelo, usaba reloj de bolsillo con leontina plateada y se lo podía ver a diario, en las esquinas del jirón de la Unión, a las seis de la tarde, piropeando a las oficinistas. Al inclinarme a besarla, susurré al oído de la boliviana, con toda la ironía del mundo: "Qué buena conquista, Julita". Ella me guiñó un ojo y asintió. Durante el almuerzo, el tío Pancracio, luego de disertar sobre la música criolla, en la que era un experto -en las celebraciones familiares ofrecía siempre un solo de cajón-, se volvió hacia ella y, relamido como un gato, le contó: "A propósito, los jueves en la noche se reúne la Peña Felipe Pinglo, en La Victoria, el corazón del criollismo. ¿Te gustaría oír un poco de verdadera música peruana?". La tía Julia, sin vacilar un segundo y con una cara de desolación que añadía el insulto a la calumnia, contestó señalándome: 'Fíjate qué lástima. Marito me ha invitado al cine". "Paso a la juventud", se inclinó el tío Pancracio, con espíritu deportivo. Luego, cuando hubo partido, creí que me salvaba pues la tía Olga preguntó: “¿Eso del cine era sólo para librarte del viejo verde?". Pero la tía Julia la rectificó con ímpetu: "Nada de eso, hermana, me muero por ver la del Barranco, es impropia para señoritas". Se volvió hacia mí, que escuchaba cómo se decidía mi destino nocturno, y para tranquilizarme añadió esta exquisita flor: "No te preocupes por la plata, Marito. Yo te invito".
Y ahí estábamos, caminando por la oscura Quebrada de Armendáriz, por la ancha avenida Grau, al encuentro de una película que para colmo era mexicana y se llamaba "Madre y amante".
-Lo terrible de ser divorciada no es que todos los hombres se crean en la obligación de proponerte cosas -me informaba la tía Julia-. Sino que por ser una divorciada piensan que ya no hay necesidad de romanticismo. No te enamoran, no te dicen galanterías finas, te proponen la cosa de buenas a primeras con la mayor vulgaridad. A mí me lleva la trampa. Para eso, en vez de que me saquen a bailar, prefiero venir al cine contigo.
Le dije que muchas gracias por lo que me tocaba.
-Son tan estúpidos que creen que toda divorciada es una mujer de la calle -siguió, sin darse por enterada-. Y, además, sólo piensan en hacer cosas. Cuando lo bonito no es eso, sino enamorarse, ¿no es cierto?
Yo le expliqué que el amor no existía, que era una invención de un italiano llamado Petrarca y de los trovadores provenzales. Que eso que las gentes creían un cristalino manar de la emoción, una pura efusión del sentimiento era el deseo instintivo de los gatos en celo disimulado detrás de las palabras bellas y los mitos de la literatura. No creía en nada de eso, pero quería hacerme el interesante. Mi teoría erótico- biológica, por lo demás, dejó a la tía Julia bastante incrédula: ¿creía yo de veras esa idiotez?
-Estoy contra el matrimonio -le dije, con el aire más pedante que pude-. Soy partidario de lo que llaman el amor libre, pero que, si fuéramos honestos, deberíamos llamar, simplemente, la cópula libre."
-¿Cópula quiere decir hacer cosas? -se rió. Pero al instante puso una cara decepcionada:- En mi tiempo, los muchachos escribían acrósticos, mandaban flores a las chicas, necesitaban semanas para atreverse a darles un beso. Qué porquería se ha vuelto el amor entre los mocosos de ahora, Marito.
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