jueves, 9 de abril de 2009

Eva insegura

(Este relato ha sido publicado en Más humanas, además del humor y del juego irónico con lo femenino y lo masculino, habla de inseguridad, de la ceguera en la elección amorosa, de no saber elegir, de no poder hacerlo, de equivocarse, etc...)

Nos quejamos porque sabemos que podemos elegir… y no lo hacemos.
Siempre he sido reacia a practicar deporte. Pero justo antes de que Adán complicara mi vida, en un periodo de transición casi místico, aún más estático y alejado de la actividad física de lo habitual en mí, se produjo una grieta, un lapso de tiempo más bien olvidable en el que me convertí en portera de hockey.
Acepté ocupar esa indeseable posición pasiva en el terreno de juego a causa de la presión a la que me sometieron mis mejores amigas, inimaginables en su adolescente terquedad, porque pensaron que yo estaba enferma o algo por el estilo y de ese modo me iban a rescatar de un letargo casi satánico en el que me veían sumida desde que habíamos estudiado a San Juan de la Cruz y les recitaba terca y vehemente la Llama de Amor Viva.
Amistades aparte, ahora que lo pienso con frialdad, tal vez la necesidad imperiosa del profesor de Educación Física y su deseo de promocionar el hockey femenino, inexistente en nuestra ciudad, pesó más de lo debido. Necesitaban una guardameta, y ¿quién mejor que yo –inexperta en darle al palo y con unas ansias endémicas de contemplación interior- iba a querer defender una portería siempre dispuesta a ser goleada por el ritmo frenético de las fulleras competidoras que iban a componer los equipos?
Poco a poco, sin embargo, el hockey me fue sacando de mi adormecimiento adolescente y el deporte mismo en conjunción conmigo se fue abriendo a la gente y alcanzando cierta notoriedad. Aunque yo no parase muchos goles y como portera dejara mucho que desear (me di cuenta de que no me iba nada esa posición en el terreno de juego), a los quince años era la portera de hockey más famosa en unas millas a la redonda, apoyada por un fandom bastante “aceptable”.
Los clubes de fans no eran habituales en mi ciudad, se trataba de una ciudad costera de provincias donde los campos de deporte tenían que reservarse con semanas de antelación. Por aquel “entonces”, nos debíamos apuntar desde principio de temporada en unas listas interminables para poder disfrutar de un tiempo casi tan escaso como el que tarda en llegar desde la sien a la barbilla una gota de sudor procedente de la quema de cuatro calorías. Los chiringuitos playeros tenían, como ahora, mucha aceptación y se les encontraba por todos los rincones del litoral ofreciendo comida barata, sin faltar nunca, eso sí, el consabido menú de pescado frito saturado de grasa y con harina suficiente para repellar la Iglesia de Valdemoro como poco. Quizá precisamente por eso, porque en una ciudad así había pocos alicientes a pesar de Torremolinos, las discotecas psicodélicas, las boleras, o los batidos del 24 Horas, llegó a alcanzar cierta notoriedad una chica de pelo largo plantada expectante en el centro de una portería ridícula, pertrechada con un palo de madera de considerable longitud terminado en un peligroso garfio, una careta tipo Hannibal Lecter, unos guantes rígidos y toscos como de instalador del gas y unas guardas que llegaban hasta la mediación de los muslos, si bien consideradas como unas sofisticadas y excitantes medias con ligueros por la fantasía calenturienta de algunos pervertidos. Mirándolo con la perspectiva histórica que dan los años, semejante imaginación derrochadora por parte de aquellos seguidores acalorados podría estimarse como un signo de salud mental, de mentalidad preclara, por qué no, una muestra de visión radical y anticipatoria cercana a cierta idea de posthumanidad, de ciborg femenino, de Eva futura, de mujer sadiana o de Eva a secas, sin ningún Adán que la acompañase en el futuro.
El Femenino, así llamado sin más sutilezas, era el equipo de hockey mejor considerado en el misceláneo panorama local compuesto por dos equipos locales femeninos. La Coleta Rabiosa era el segundo en jerarquía, y aunque se suponía que uno era de Instituto público y el otro de privado, ambos tenían estudiantes de uno y otro lado. Algunas de mis mejores amigas jugaban en La Coleta Rabiosa, el equipo contrario, pero durante los partidos todas ellas se convertían en furiosas oponentes, violentas, y en cierto modo, peligrosas. A pesar de que los dos equipos tenían club de fans, el nuestro arrasaba sin duda en número de miembros y en pasión deportiva.
Nuestros aficionados se situaban detrás de la portería, aplaudiendo sin cesar y coreando con sus ¡vivas! cualquier jugada ya fuera buena o mala, con un entusiasmo que siempre me parecería desproporcionado. Los seguidores de la portería, además, aquellos que comprenden la tremenda soledad de la portera, su incomodidad ante la pesada vestimenta de presidiario pacato, tenían en cuenta que en mi caso el aislamiento era todavía mayor. Mis compañeras, jugadoras feroces donde las hubiera, no dejaban apenas que la pelota se acercase a mi portería, manteniéndola entre sus palos coléricos durante casi todo el partido, conservándola en su poder con uñas, dientes y ojos, como se demostró en una ocasión en el caso incontrovertible de un partido de competición en el que una delantera de mi equipo consiguió detener con el ojo izquierdo una bola imparable que iba directa a entrar en mi portería: un gol que habría significado pérdida de partido y de Liga. El pobre ojo de mi querida compañera, Penuria Alas, quedó orgullosamente despanchurrado e irrecuperable, pero ella hubiera preferido perder los dos antes que la Liga. ¡Bendito sea el deporte!

Adán apareció por entonces en mi vida por la puerta falsa, y a fuerza de recitar poemas consiguió plantarse en la principal. Mi enamorado era un estudiantillo medio poeta a la antigua usanza, vestido de vaquero de la cabeza a los pies aunque no estuviera en el Oeste, a quien no le interesaba lo más mínimo la mujer mutante que yo sentía crecer en mí, ni la Eva futura, ni la futura mujer en general. Él era sobre todo un Adán y buscaba una Eva de las de toda la vida.
Nunca menosprecies a tu enemigo, asegura una máxima aprendida a fuerza de sudor y lágrimas después de conocerlo. Adán, que se creía Eliot Ness por entonces, consiguió como por arte de magia transformarse de repente en Pablo Neruda cuando cometí la mayor estupidez de mi vida, esto es, confesarle que mi poema más admirado entre todos los poemas del mundo era el número veinte del libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda. Pues bien, esta inocente confesión no quedó en el olvido y él, ni corto ni perezoso y sin mediar palabra, se presentó al día siguiente en el campo de juego con ojeras de no haber dormido en toda la noche, justo antes del partido más importante de la Liga, dispuesto a leerme un pliego de varios metros de largo, enrollado convenientemente para la ocasión, con un montón de versos escritos por él mismo, muy por encima, según se atrevió a decir, de los escritos por el escritor chileno.
Temblé de estupor mirando el interminable rollo. Confundida, que es como nunca debes quedarte ante tamaña jugada porque luego te marcan los goles, los penaltis y lo que haya que marcar, y a pesar de ser débil de corazón, que por entonces latía disparado a muchos kilómetros por hora cuando miraba las ojeras de James Dean, me resistí como gata panza arriba y le prohibí terminantemente, amenazándolo con mi robusto palo de hockey, leerme el interminable poema o hacerme una escenita como era habitual en él, que odiaba a mis fans, mi deporte y que yo existiera siquiera sin su persona.
Fue inútil. Erre que erre, esperó su momento con paciencia infinita. Se parapetó detrás de la portería durante todo el partido con ojos de cordero degollado, humedecidos y rojos a causa del humo del cigarrillo negro que no se quitaba de la boca, como si llevara ocho meses atento a la meta con las lentillas de Drácula encajadas en los hundidos globos oculares.
Al acabar el partido salí zumbando hacia el vestuario huyendo despavorida y espeluznada ante la idea de que me pudiera alcanzar, pero Adán paralizó mi carrera saltando sobre mí como un repelente murciélago y abatiéndome con su sanguinolenta mirada incisiva y el temible legajo. Así que allí mismo, sentados en las gradas del campo ante la mirada atónita de mi entrenador, provista todavía de guardas, careta y guantes, secándome el escaso sudor del irrisorio juego que me habían permitido mis compañeras por lástima en el campo, aspirando acongojada un humo repugnante, oí en la lejanía cómo aquella voz quebrada por el estremecimiento recitaba un absurdo plagio de mi poema más amado.
Y así oí con una desazón tendente al espanto que allí donde Neruda había escrito su magnífico principio Puedo escribir los versos más tristes esta noche... que a mí me había ocasionado hasta entonces casi derramamiento de lágrimas, Adán soltaba su particular comienzo En esta noche podría escribir el más bello poema..., y que donde continuaba el poeta... escribir por ejemplo la noche está estrellada y tiritan azules los astros a lo lejos..., él había endosado que hablara de las noches celestes y las estrellas mudas...; el viento de la noche… no giraba en el cielo y cantaba… sino que la noche se estrellaba con sonidos celestes…; y el verbo querer se conjugaba de un modo más bien disparatado y donde ella me quiso, a veces yo también la quería… se pasaba a un la había querido siempre cómo no amarla entonces… y la noche está estrellada… fue un estrellar la noche hasta precipitarme en un vacío en el que hacerme confundir el poema admirado con el suyo fue todo uno, hasta profanarlo, contaminarlo, desintegrarlo en definitiva para siempre en mi memoria.
En aquella jornada adversa los goles estuvieron a la orden del día…
Era un chico muy moreno, nunca me habían gustado los morenos. Sus ojos eran azules, nunca me habían gustado los ojos azulados y, menos, el contraste. Sus facciones eran perfectas, casi femeninas, nunca me habían gustado los hombres de facciones perfectas, me entusiasmaban las desproporciones e incluso las deformaciones. Era sólo un años mayor que yo, siempre me habían gustado los hombres muy mayores, más bien tirando a viejos. No me deshice de él hasta bien pasados siete años. ¿Debería atribuirlo a mérito suyo o a un estrepitoso fracaso personal?

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