lunes, 27 de septiembre de 2010

Esto es el colmo, Sakineh será ahorcada

Sakineh Mohamadi Ashtiani, la mujer iraní acusada falsamente de adulterio y complicidad en el asesinato de su marido, ha sido ahora condenada por el segundo de los dos delitos y castigada por ello a morir en la horca.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Identidades

(VALIE EXPORT)

“Postmodernidad. Diagnóstico en que se plasma aún a tientas y trata de articularse, como lo afirma Wellmer, la conciencia de una nueva época, la nuestra. Y cuya caracterización sumaria se concreta, como es sabido, en torno a determinadas actas de defunción: muerte del sujeto, muerte de la razón, muerte de la historia, muerte de la metafísica, muerte de la totalidad. Muerte de toda retícula de categorías y conceptos cuyas relaciones orgánicas vertebran el proyecto de la modernidad, el proyecto ilustrado entendido como la emancipación del sujeto racional, sujeto que se encontraba de algún modo en posición constituyente en relación con el proceso histórico interpretado desde alguna o algunas claves totalizadoras relacionadas a su vez con el protagonismo de ese sujeto y los avatares de su sujeción y su liberación.
Celia Amorós

viernes, 10 de septiembre de 2010

Mary Wollstonecraft


Mary Wollstonecraft (1759-1797), escritora inglesa y una de las iniciadoras del pensamiento feminista murió un día como hoy de hace doscientos trece años, once días después de la infección producida por haber dado a luz a su hija, conocida como Mary Shelley y autora de Frankenstein o el Moderno Prometeo. Hija de un padre brutal, que despilfarraba el resto de una fortuna, comenzó a ganarse la vida a la edad de 17 años como señorita de compañía, institutriz, modista y maestra, al tiempo que comenzó a escribir y a destacar por su clara inteligencia. Vivió en Irlanda, Francia e Inglaterra y frecuentó círculos de pintores, escritores, filósofos y editores. Contraria al matrimonio, tuvo una hija, Fanny, con un escritor estadounidense y más tarde tuvo a Mary, con el filósofo y escritor Godwin, con quien poco antes se había casado en secreto.

Es autora de Vindicación de los derechos del hombre y (1791) y de Vindicación de los derechos de la mujer (1792), obra en la que condena la educación que se daba a las mujeres porque las hacía "más artificiales y débiles de carácter de lo que de otra forma podrían haber sido" y porque deformaba sus valores con "nociones equivocadas de la excelencia femenina".
Las primeras feministas pensaban que una misma educación para hombres y mujeres daría lugar a la igualdad entre ambos sexos, pero Mary Wollstonecraft va más allá, pidiendo que las leyes del Estado se usaran para terminar con las tradiciones de subordinación femenina, y fuera el Estado quien garantizara un sistema nacional de enseñanza primaria gratuita universal para ambos sexos. Reta al gobierno revolucionario francés a que instaure una educación igualitaria que permitiría a las mujeres llevar vidas más útiles y gratificantes.

Si la dignidad de la mujer es tan discutible como la de los animales, si su inteligencia no le proporciona luz suficiente para poder dirigir su conducta y se le niega un instinto infalible, ¡sin duda la mujer es la criatura más desgraciada del mundo! Entonces encorvadas bajo el peso férreo del destino, deberán resignarse a ser "un hermoso defecto" de la creación. (Vindicación de los derechos de la mujer, 1792).

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Suspendida la lapidación de Sakineh

Sakineh Ashtiani no será lapidada. La justicia iraní ha suspendido su condena por adulterio, a la espera de revisar el caso. La mujer, encarcelada desde hace cinco años, sigue acusada sin embargo de haber participado en el asesinato de su marido. Para Amnistía Internacional esto no es suficiente.
(Información de adn, sigue aquí)

http://www.adn.es/lavida/20100908/NWS-1415-sakineh-ashtiani-iran-lapidacion-adulterio.html

Sakineh sigue condenada y seguimos esperando actuaciones contundentes


Ante el final del Ramadán al parecer crecen los temores por Sakineh Mohammadi-Ashtiani, condenada a muerte por adulterio y (ahora) posible complicidad en el asesinato de su marido. Su hijo cree que cuando se acabe la "moratoria" que impone el mes sagrado para los musulmanes e impide las ejecuciones su madre será lapidada. También ha informado de que, hace unos días, ha recibido 99 latigazos más en la cárcel.

Mientras en el mundo entero se levantan las voces en contra de la lapidación en Irán y se suman los apoyos para Sakineh, su hijo Sajjad Ghaderzadeh volvió a pedirle ayuda al presidente de Brasil, Lula Da Silva.

Lula había ofrecido refugio a Sakineh a principios de agosto, pero el gobierno de Mahmoud Ahmadinejad lo rechazó. Sajjad ha dicho al diario Estadao de Sao Paulo que "Lula nos puede apoyar, el gobierno brasileño puede demostrar su desacuerdo con la pena de muerte y la lapidación".

El hijo de Sakineh lamentó que Lula no hubiese aprovechado su viaje de mayo a Irán para interesarse más por la situación de los derechos humanos en su país. "En lugar de hablar con Irán sobre el programa nuclear, Lula debería hablar sobre derechos humanos", dijo Saijad que hace días no tiene contacto con su madre y tiene mucho miedo de que sea ejecutada en breve.

Como sabemos, Sakineh fue condenada en 2006 por haber mantenido "una relación ilegal" con dos hombres tras la muerte de su esposo, pero también se la acusa de haber participado en el asesinato de su marido.

Aunque la condena fue pospuesta en julio, después de ser fuertemente criticada por la comunidad internacional, el temor por la vida de Sakineh sigue en pie.

¡La sentencia a morir lapidada podría ser cambiada por otra a morir ahorcada o a cadena perpetua!

La Unión Europea ha condenado hoy la sentencia por lapidación. En su primera presentación del Estado de la Unión ante el parlamento europeo en Estrasburgo, Francia, el presidente de la Comisión Europea José Manuel Barroso ha manifestado estar "horrorizado'' por las noticias de la sentencia a la que calificó de "brutal".

Teherán advierte, sin embargo, que no permitirá que el caso se convierta en un asunto político ni de derechos humanos.

viernes, 3 de septiembre de 2010

José Luis Brea

Las emociones, las lágrimas, los gestos no sirven ni consuelan en este triste momento. Evocamos las palabras, grandes, firmes, resistentes, inmensas palabras de José Luis Brea, cercano siempre y semejante, publicadas en Salonkritik, el 31 de agosto:

¿Acaso no nos resulta intolerable ya ese encasquillamiento de una cultura que se ha embobado de sí misma en la imaginación enfermiza de su final, en la letánica intuición de su agonía?

Sin duda, sin duda. Pero entonces, nada de apocalipsis -ni apocalipsis-ahora, ni apocalipsis futuro-, nada de -como certeramente ha reclamado Derrida- moribundias. Ni plagas ni pestes, ni signos en los cielos o presentimientos agónicos que -a baja intensidad- persigan electrizar nuestra piel: negativa a todo discurso catastrofista o postrimero, a todo expresionismo agorero de finales -perpetuamente aplazados.

En su lugar, sólo la proclamada pasión de un trastorno radical, la voluntad decidida de una transformación rotunda.

Nada de profecías -sino sólo una antiprofecía: los últimos días. Nada de diagnósticos -sino revolución ahora, apropiación de destino, ganancia definitiva de la vida y el mundo.

Activismo, ejercicio radical de la pasión de otredad, abandono inmediato y decidido de un estado de la vida intolerable, improlongable, ...

Los últimos días: sólo la pasión del tránsito, del salto al vacío, a un más alla sin dibujo ... Y el adiós a promesas y consuelos, a nostalgias y embadurnes, a bálsamos y tibiedades. La vida no habita más la vida. Es pues preciso, todavía, decir: “nosotros los póstumos, nosotros los más efímeros”.

Pero sólo para trazar el rastro de nuestro paso fugaz. Nuestros son los últimos días -pues sólo nosotros hemos aprendido a querer los finales, sólo en nosotros ellos se quieren al mismo tiempo pasajeros y eternos, fugaces y plenos. Allí donde la vida no consiente más ser estafada: los últimos días.

El tiempo-ahora.

Irreversiblemente, y para siempre.

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Estremecedor. Estremecedor el trabajo que un siglo se ha tomado en el experimento más radical que la humanidad ha conocido: el de su superación -tal vez, el de su mero llegar a ser algo digno de ese nombre.

Aterradora la oscilación de los nombres que ese experimento ha cobrado, en un vaivén de tentativas embriagador, insostenible. De un extremo a otro, Occidente entregado a la fiebre exploradora de sus límites -en todas direcciones. Sin solución de continuidad, un frenético encabalgarse de experimentos contradictorios, incompatibles.

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Todavía más terrorífico el rastro de sus abandonos, la estela de residuos que de los sucesivos naufragios va quedando. Única y muda memoria que, por contrafigura, hace subir la capacidad de olvido de un pueblo que se entrega a sus aventuras con fervorosa vehemencia -pero con no menor ligereza se desprende de ellas, como si nunca hubieran sucedido, como si, ciertamente, “aquí no hubiera pasado nada”.

Mudas piedras derrumbadas, ciegas calles sin salida, dónde está la memoria de aquel fragor de banderas, la efervescencia de aquellos entusiasmos callejeros, la electricidad que cada grito de libertad exhalado por millares de gargantas ha hecho correr, como la sangre, a raudales, hacia ninguna parte.

Sueños desvanecidos, memorias vanas, qué queda ahora de aquellos entusiasmos sino la más tibia conmiseración, el arrepentimiento más lúgubre, la más penosa expiación quizás. Un torpe silencio enmudecido que pareciera pretender hacerse perdonar el haber apostado a límite, el haberlo intentado todo. Y la cínica entronización de la indiferencia, de la medianía, de esta feroz nueva barbarie del “nuevo orden”, de la tremenda pobreza que, además, soporta silenciada toda la sublevación que en los corazones salvajes despertara otrora su contemplación.

Y ahora, esa tenue pátina equilibrada que borra todo horizonte de riesgo, que liquida toda tentación transformadora en nombre de una razonabilidad mermada, como si la oferta de lo que hay, del mundo escindido, colmara toda expectativa legítima, como si de pronto lo ilegítimo fuera reclamar algo más, un más allá, un final -y, en él, un comienzo.

Y es entonces entre terrores entre lo que tenemos que elegir: el de soñar contra el de aceptar la villanía de lo real en su insuficiencia, el de experimentar en los límites contra el que nos produce el recuerdo terrible de las formas totalitarias de consolidación edificante en que la puesta en escena de tal soñar, tantas veces, ha desembocado.

Pero en esto se nota que amamos nuestro siglo, su profunda histeria: antes nos entregamos al vértigo de la inagotabilidad de sus sueños imposibles -explorándolos precisamente allí donde no se pretenden resolutivos, salvíficos- que cederíamos a la tentación de contentarnos con el tibio bienestar que de su renuncia y apartamiento se suceden.

Pues en ello, en estos últimos días, el silencioso fragor del sufrimiento sigue golpeando nuestros oídos por debajo de la conspiración de silencio que pretende cerrar el mundo en la modulación de un orden aparente. Pues a ese orden le sabemos cruel, aún más sanguinario y terrible en su implacable realidad que podría serlo cualquier experimento en el legítimo ejercicio del intento de revocarlo. De tal lado estamos. Y sí: mísero aquél proyecto que olvide que está aún muy lejos el horizonte que le legitima. Aquél remoto horizonte en que conoceríamos “la dicha que, semejante al sol de la tarde, hará don incesante de su riqueza inagotable para verterla en el mar, y que, como él, no se sentirá plenamente rico sino cuando el más pobre pescador reme con remos de oro. Esa dicha divina se llamaría entonces: humanidad[1]

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El arte, pues, contra la vida. Contra esa forma domesticada de vida que repugna en su insuficiencia, en su escisión. Es decir: el arte a favor de la vida, más allá de su separación: incluso contra el propio arte, como separado de la vida. El arte, entonces, como verdadero dispositivo político, antropológico -el arte como función teológica.

Inseparable de su origen sagrado, de su destino trágico -en su ateismo radical, en su orfandad absoluta. Inseparable de la escena del trastorno que habría de arrastrar en catarsis al sujeto hacia el vértigo de la conciencia de su insuficiencia constitutiva, la de la vida misma tal y como le es entregada -raptada: insuficiencia del pensamiento reducido a la conciencia, del mundo de las cosas reducido a su mercado, de la historia reducida al falsario inventario de las ruines hazañas fabuladas por los presuntos vencedores.

Pero, sobre todo, insuficiencia del arte reducido a repertorio inocuo de las formas y sus variaciones, insuficiencia de un arte que se arrinconaría como forma depotenciada del pensamiento, desplazado a una extraterritorialidad inefectiva. Desde ella, en el acontecimiento a bajo nivel de la forma tecnológica de su desaparición simulada –acontecimiento epocal que nos ocupa- nuestro arte light no tiene otra fuerza que la de legitimar la luz crepuscular de lo real con el esbozo de una zona de sombra –a cuyo vértigo verdadero ni siquiera posee la fuerza de convocar.

Allí, el arte pierde toda fuerza de trastorno, al sólo servicio del mercado -de la cohesión social en torno a su forma irrealizada, de consolidación del consenso en los alrededores del más insulso nihilismo. Los dioses abandonan, aburridos, el mundo, sí. Pero no es el arte la espada flamígera que decreta su expulsión, para hacer de cada uno de nosotros el ángel implacable que la ejecuta –reabsorbiendo los poderes tanto tiempo expropiados-, sino el consuelo de un mundo ya evacuado de toda expresión de fuerza, tan intrascendente y vano que -de no ser por la suposición de profundidad con que la perpetuación del supuesto de potenciales en que el arte nos entrampa todavía- cualquiera de nosotros, en ejercicio de plena e impecable lucidez, sin duda preferiría olímpicamente abandonar.

¿Habríamos de aceptar ese destino gris del arte en una especie de “fin de la historia” en que toda su aventura quedara desarmada, bajo la forma disminuida de su simulada desaparición, y reducida al mero juego de las variaciones de la forma, que sólo adornan el farsante progreso con que la técnica escribe su arrollador e insensato paso por el mundo -en esta hora extendida de la pecaminosidad consumada?

Pero no: contra la ficción inmovilista del fin de la historia -contra su anuncio de una perpetuidad pacificada de la crueldad liberal que exime al mundo de toda aventura vinculada a la voluntad de su transformación rotunda- la ficción potenciadora de los últimos días. Como guillotina siempre elevada en el aire de la historia -hecha naturaleza. Convirtiendo el más legítimo de los nihilismos no en argumento de pasividad o conformismo, sino en resorte de la más fiera querencia de transformación, venganza contra el adormecimiento que se apropia, cada día, en cada palabra o gesto, de la más profunda riqueza que debería alentar nuestro existir.

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Imaginad ahora aquel febril experimentar del siglo en los terrenos del arte. Sentid la encendida violencia de las cantinelas futuristas, la precisión del dardo surreal sobre la inteligencia, la escalofriante fiereza del Cabaret Voltaire contra la pacatería dominante, la rotundidad mágica del descenso a lo inefable en las composiciones de Cage o los poemas de Mallarmé, la cristalina precisión con que un plano limpio de Mies consigue resquebrajar todo esquema previo de percepción del espacio, la embriagadora complejidad con que la novia duchampiana nos arrastra hacia aquellos espacios puros en los que el pensamiento duerme -con ella- en vela, incluso la violencia con que el propio pensamiento es enfrentado a su desnudez en el proyecto minimalista, la perfección con que es arrojado contra la vida separada en las dianas del pop, o la amargura con que se enfrenta a la irrealizabilidad de su virtual verdad en la claudicación conceptual ... ¿Se querría que en todo ello no viéramos sino un sucederse de ejercicios formales, una variancia caprichosa y errática por las interminables y gratuitas posibilidades del decir?

Nos negaremos siempre. Pues aun cuando no podamos ya creer que el arte salve, menos aún podríamos asumir la claudicación de aceptarle como mero cómplice-bálsamo que sólo sirviera a revalidar a lo que nos secuestra y aparta de la verdadera vida -ésa que algún demagógico populismo cínico, de última hora, querría que confundiéramos (ocultándose y ocultándonos que ésta que en él se predica está mutilada) en ecuación de identidad con esta engañifa que se toma en él por verdadera, por suficiente.

¿O es que acaso sería preferible -sólo por pregonarse “para todos”, por autoproclamarse “de y para” la “vida ordinaria”- un arte sin efectos, un arte simplemente “consolador” -en su mistificador legitimar la falsa conciencia de lo que hay (como incruento), en su ideológico encubrimiento del efectivo estado de cosas que padecemos?

¿No es más seguro que un arte radical, trastornador, pondría de tal forma frente a la vida que exigiría de ésta aquella alteración que acabaría por requerir una devolución inmediata del sueño de una experiencia plena al total de la humanidad -cuando, entonces sí, “hasta el último pescador reme con remos de oro”?

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Desolación infinita de la historia. Ninguna promesa se ha de cumplir nunca. No hay otra historia que el acumularse infinito de los fiascos, del fracaso interminable que, en su esfuerzo por solventar el problema de la vida, por resolver el cumplimiento pleno del sentido, deja la cultura tras de sí como único y triste rastro.

Ninguna promesa, nunca más, nos concierne. No es nuestro, más, el problema de la verdad, el del sentido. Las lenguas flotan livianas, liberadas de su obligación a la representación, al dominio del mundo. El fantasmagórico ilusionismo con que, desde el seno mismo del arte, el símbolo nos aseguraba entregar -en sobre sellado, eso sí- la promesa inaccesible del sentido pleno, deja de gravitar sobre nosotros. Ahora, la lengua flota a la deriva dispersa en tonos locales, en desinencias dispersas, en significados inagotables, en fragmentos: no se dice el sentido de una vez ni para siempre -en ningún lugar. Al contrario, todo habla es fragmento de un discurso inacabado, aplazamiento del sentido siempre abierto a interminables reutilizaciones.

Donde un régimen promisorio del sueño de conquista de las virtudes -compacidad, plenitud, eternidad, presencia del sentido- del símbolo asentaba sus artes de captura, nuestra diurna certidumbre de su inviabilidad abre un territorio -entre sombras, asumiendo el claroscuro con el que en él la vida se revela- roturado por las quebradizas señas de la alegoría, del decir abierto y fragmentario, siempre aplazado, en que el sentido de un texto no es más -y no pretende ya ser- el fiel reflejo de La Idea o El Mundo: sino siempre otro texto, otra fuga, cualquier deriva.

Así, escritura, el arte no invoca ya los poderes de lo eterno, de la verdad o lo inmutable: sino la fulgurante puesta en evidencia de su implenitud, de su abertura y aplazamiento, de su impresencia.

Y, sin embargo, es cierto que la forma de la promesa nos obliga, nos requiere. Pero -paradoja terminal para los últimos días- sólo hoy nos es pensable su ejercicio en la proclamación impenitente de su imposibilidad. Así: nueva promesa de felicidad del arte -que no hay más territorios para la promesa, que la organización que se apropiara de la vida en aras de ella (el arte a su servicio) sería estafa que ya a nada obligaría.

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¿Es juego entonces el mundo, la vida, el hacer de los hombres, su construir la historia? ¿O la ilusión del sentido se asentaría en una forma de la vida que, ponderación misteriosa, podría alguna vez resolverse -como pantografiada- en el decir de un enunciado, una palabra, un gesto, una figura, una forma, un verbo nuevamente poseído de las virtudes -de lo divino?

Pero no: es juego el mundo, y la vida, y el hacer de los hombres y su historia no es sino el agitarse insignificante de una tentativa inútil.

Sobre la que eones de tiempo negro pasarán huracanados como un telón que barriera apenas briznas.

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Estrategias de autocuestionamiento, de autonegación. Oscilación ultrarápida entre el decir y el poner en cuestión la suficiencia del lugar -y la forma, y el contenido mismo- desde el que se dice. Batería de recursos enunciativos mediante los que negar el propio espacio en que se enuncia -como tal espacio de la representación. Bucle autorreflexivo por el que todo auténtico ejercicio contemporáneo de la tarea del arte practica la autodenuncia de su insuficiencia, testimonia la nueva falta de fe en aquellos dispositivos que, organizados para hacer falsariamente creíbles sus potencias simbólicas, le otorgaban lugar y pública función. Contraretórica por la que todo arte comprometido -con la causa trágica de la expresión nihilista- desenmascara la lógica de complicidades mediante la que un sistema generalizado de encantamiento del mundo -capitalismo- se cobra como rehenes al pensamiento y al ser. Pura expresión de fuerza emotiva que, en su recurso a una tonalidad figural y abstracta, pone en juego el mero apunte de un rastro de fulminante evidencia-al-pensamiento que no adquiere la forma concluida de una pretensión de significado, sino el mero esbozo virtual de una tensión de significancia, la anotación de su apertura y aventurada entrega al espacio abismal de un frenesí interpretativo, de una abierta posteridad hermenéutica: a una voluntad -quebrada, como una voz partida- de decir, de hacer ver, de mostrar el mundo.

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¿En qué lugar sería trasparente el mundo, en qué lenguaje podría su verdad decirse? ¿Sería él el arte, ese lugar convocado a la puesta en obra de la verdad, a la -esencia de la poesía- dicción pura del ser?

Respondiendo, rotundamente: Ni hay ese lugar cristalino ni esa lengua de los dioses que tuviera entre sus poderes el investir en su movimiento el mundo, ni es él el arte -que sólo sería tensión de serlo y al mismo tiempo fuerza de reconocer su incapacidad, su insuficiencia.

Así, territorio trágico y nostalgia de ser abrigo y capacidad de convertir en cómoda casa del hombre el mundo. Y entonces oscilación paradojal entre la expresión de esa nostalgia que le empuja a adquirir la forma de la promesa que sobre sí proyecta -misión, inexcusable tarea- el anhelo del hombre y la fuerza de la honradez que le obliga a reconocer su insuficiencia, su incapacidad para contener la plenitud del sentido en presencia, su inadecuación para responder del tremendo encargo de traslucir el mundo, la verdad, de resolver en la producción de la forma el problema del claroscuro de la vida.

Y sólo entonces se cumple el arte como auténtico en tanto enunciación contradictoria, tensión aporética y alegoría de -incluso su propia, hasta diciendo ello- la radical ilegibilidad última de todo enunciar. Sólo en tanto lo que en él se enuncia es, precisamente, la insuficiencia de todo decir, su abertura, el hecho de que lo que en lo que se escribe habla es siempre otro, siempre algo otro es dicho.

Y acontece entonces que a la presión de su ocurrencia como testimonio puro de la ilegibilidad, “el mundo todo se enciende convertido en escritura apasionante[2], en signo liberado a interminable errancia. En abierto y fatal enigma a cuyo borde nuestra mirada se asomaría ahora, de su mano, cautiva y pura.

Es sólo de esta forma que el arte es espejo del mundo -como espejo negro, al que al asomarnos nos embriaga el vértigo de contemplar oscura nada, negrura, en que la esperada imagen o el verbo falta, por siempre ausente, sin esperanza ... En él como en el mundo ...

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En esa imagen ciega, reposar.

Reposar de un cansancio infinito, de una voluntad de sentido secular, arrastrada como pecado original a través de las generaciones. Puede intuirse el rostro del abuelo del abuelo del abuelo del abuelo del abuelo ... de todos nosotros en ella: el rostro original del hombre -como ansia del sentido. Inclinado sobre ese espejo negro -que es la fe única del balizador del desierto, cuando se asoma al último pozo que puntúa la frontera- sus rasgos se distienden, su rostro se abre, toda tensión se alivia y el corazón estalla en el margen roto de una identidad difusa.

Espíritu de la música, un canto profundo se libera entonces en una no-palabra primordial -que ya no aspira al sentido, que es pura forma en movimiento (cántico y no ya palabra). Esa clase de pensamiento mudo, ciego, que simplemente sigue la oscilación del aire, que se acomoda a los dibujos aéreos de un espacio de tensiones aún sin forma, liviana presencia apenas de la imagen virtual que todo envía sobre todo. Música pura, imagen aérea y amorfa, en ese canto sin palabra el pensamiento reposa lacio sobre sí: y cae, dulce facilidad, sin peso sobre las cosas. Allí, la forma recorrida no es producto de voluntad de sentido alguna, sino aparición -como en un frottage, como si el pensamiento no fuera sino una nieve leve que al caer desvelaría trazos y huellas ya dibujadas por el orden de la tierra- misteriosa del orden de las relaciones.

Todo a todo, equiválese allí el pensamiento de los hombres al de las cosas, proyección de resistencias recíprocas, sistema mundi. Y qué diferencia resta entonces -saber de la melancolía del mundo- entre decir y no decir, entre la voluntad de vida y el instinto que la reconoce más allá de todo límite.

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Subjetividad dispersa, el pensamiento acontece allí como episodio laxo y distendido de recorridos arteriales -que la misma organizaciónmaterial del mundo preordena. Todo se refleja en todo, obliga a todo, y el pensamiento que se ejerce desde la limpia laxitud -que es tarea de la liturgia ritual del arte encender- a que se accede al dejar atrás el cansancio infinito de la interminable persecución del sentido, no es sino expresión de tal vibración monadológica del mundo: el más poderoso pensamiento que nunca la especie humana ha podido consentirse.

Y allí el tiempo se congela eterno, en un instante ilimitado -pues son los nombres de las cosas los que a veces dejan de corresponder, pero en su latido el mundo no cesa de expresarse pleno, sin grieta. La herida del mundo, el hombre, cierra sobre sí su desaparición, surebasamiento, su superación. Sin esfuerzo, como una muerte cálida que no es sino un reposar del ansia, un experimentar la no exigencia del sentido. El mundo es pleno en su latido intemporal, y la forma del pensamiento cumplida en ese anidamiento es, también, sin bache, sin fisura. Nada le falta -sino, ahora sí, destino.

Cascada de ángeles, el mundo quieto, sin historia, en un instante-ahora que se abre pleno, conteniendo en sí su temporalidad entera, extendido en el tiempo y el espacio sin límite, en toda dirección -incluso hacia dentro: a todas sus posibilidades. Todo escrito y revelado en cada punto, eco de todo en cada recoveco, reverberación eterna y sostenida del mundo en un pensamiento sin sujeto, en una historia -no del hombre.

Él, pobre, se enfrenta al abismo de ese pensamiento demasiado terrible, demasiado potente, aterrado, intranquilo, incapaz de entregarse. Quién podría así atreverse al arte, sabiendo que él es precisamente ése lugar en el que,

poseyéndolo todo
no tendríamos dónde ir[3]

¿O nos atreveríamos todavía a esa soledad -de la compañia absoluta-, a esa extraña forma de abandono al mundo -que nombraríamos nihilismo extremo, y que, de Rilke a Breton, todos los verdaderos poetas han pregonado: “abandonadlo todo / partid por los caminos”?

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¿Cómo podremos aceptar que los caminos de la revolución de lo social -única en que se cumple una verdadera de la experiencia- y la de los lenguajes (el arte) no hayan encontrado su punto de confluencia? ¿Acaso no es indudable que este fracaso es el fracaso -el fracaso por excelencia- del siglo, de nuestra cultura, de Occidente, la verdadera crisis de la modernidad?

¿O es que acaso no estamos secretamente seguros de que, caso de haberse encontrado ese lugar de convergencia de los programas revolucionarios en la esfera de lo social y en la de las formas abstractas de la experiencia -sobre la que interviene el arte- esa aventura se habría visto coronada por el éxito?

Y cómo entonces, sino con profunda e insuperable melancolía, podríamos aceptar que ese fracaso de nuestro siglo sea irreversible, inexorable. Cómo, sino con un nudo en la garganta, asumir una irrealizabilidad -que contrasta con lo que a nuestro oído de últimos náufragos susurra un dormido poso de fe: que si ese punto se alcanzara el mundo entero se vería transfigurado en ligereza y luz, perfecta laxitud del ser, reinado ininterrupto de la libertad.

Pues cuando menos sabemos que no cabe llamar arte a nada que no posea los poderes de ese trastorno radical que expulsaría de la vida de los hombres toda sumisión -de unos a otros-, toda alienación -de unos por otros-, todo resto de oscuridad -en un reparto de las luces que no llegara a alcanzar a la totalidad de los hombres, al total de los lugares en que hace masa la conciencia del mundo.

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Como sabemos que no cabe llamar revolución a nada que no suponga trastorno radical de la forma de la experiencia del mundo, consagración de una forma de saber sobre el ser plena de transparencia, posada sin peso en él. Y sabemos entonces que si arte y revolución no han sabido encontrarse, hasta ahora, es porque nunca han sido tales -sino por fulguraciones-: y que sólo en ellas y en sus fortuitos encuentros cabe cifrar la única esperanza obligada: la de apropiarnos, como hombres, de nuestro destino, de nuestro lugar en el ser ...

Y si quizás el tiempo nos ha hecho sabios en desesperanza, en desconfianza hacia toda expresión o uso edificante de la cultura que pregonara poseer las fórmulas para alcanzar tan altas cimas, habríamos aprendido cuando menos a recorrer el filo negativo de sus promesas, desde la línea de sombra que atraviesa el reverso, de ya largo aliento, de una tradición -de la que no podríamos, honradamente, declararnos ajenos, sino hijos.

He aquí lo que ella nos dice: que donde el signo edificante de un proyecto general del mundo se alza, allí no hace sino legitimarse la recaída inmovilizadora en la penosa estabilidad de esa forma mermada de la vida que conocemos -despótico imperio capitalista del mundo. Y, por contra, que sólo allí donde toda esperanza está ya abandonada, aquél mudo reposo que excusa toda tensión y todo ansia de alguna plenitud del sentido que el arte mismo revela tarea inagotable, enciende sobre un tenue claroscuro la vibración breve de una última posibilidad -como (etánt donnés ... ¿el bien conocido eco de la linterna oscilante retenida contra el fondo sobre el que una cascada de agua eterna vomita el retornar implacable del mundo sobre sí mismo. Esto se llamaría: extraer las máximas consecuencias de la idea de una “crisis de la modernidad” -como hubiéramos dicho “extraer las máximas consecuencias del significado de la “muerte de dios””.

Y se trata entonces de no volver a aceptar esas servidumbres respectivas del arte a la revolución o de ésta a aquél -que a la postre no ponían una y otro sino al servicio de un proyecto mermado que a ambos reabsorbía-, sino de encarecer el hallazgo del lugar en que únicamente ambos son posibles: allí donde son lo mismo, donde no podrían separadamente ni concebirse.

Obligada búsqueda, única que hace todavía de la vida humana una tarea digna. Y de nuestros tiempos finales época todavía heroica ...

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Simetría inversa de dos ficciones abstractas, teologico-políticas: la del fin de la historia y ésta de los últimos días. En ambas hace síntoma y conciencia la condición terminal de una cultura que conoce su fracaso en términos de incapacidad de representación plena del sentido, de viabilidad de un proyecto emancipado de sujeto, de realizabilidad de una forma digna de convivencia en lo social. Conciencia del fracaso del humanismo, se llama -con su más doloroso nombre- esta certeza oscura que nos concierne irreversiblemente.

En la ficción conservadora del fin de la historia, sin embargo, esa condición terminal se pronostica eterna, inamovible, insuperable, perpetua -incluso ello se pregona deseable, culminatorio: banderola del pandémico neocinismo liberal. Por el contrario, la alegoría luctuosa de la caducidad contenida en nuestra ficción de los últimos días anuncia y proclama la urgente suspensión de ese estado tedioso, su insostenibilidad. Y perfila, en una visión fulgurante, su heterotopía, la apertura inclausurable del mundo mucho más allá del cansino terrorializarle mermado del hombre herido, roto, rendido en su alienación.

Por no más que un instante, aunque sea, como le es propio a la verdad del pensamiento durar. Y no sólo porque, ciertamente, “en los dominios que nos ocupan, el conocimiento sólo puede ser fulgurante: el texto es un rayo cuyo trueno sólo se deja oír mucho tiempo después[4]. Sino, más allá, porque es ese territorio del instante el que se cobra -como territorio puro, profundo, inextenso y al mismo tiempo eterno. Como puerta en que se sella el burdel del historicismo, abriéndose el mundo a una visión panorámica -como la del ángel nuevo- capaz de reconocer, “donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, una sola y única catástrofe que no cesa de acumular fragmento sobre fragmento, ruina sobre ruina[5]. Instante pleno de un tiempo-ahora sin fisuras que recorre la totalidad de los lugares del espacio y los tiempos, devolviéndonos rescatados por igual pasado y futuro, la memoria toda de lo que se ha ido y la de lo que habrá de venir -y aún de lo que nunca será o fue- contenida en una iluminación profana que se enciende a la presión pura del presente fugitivo, del pleno abandono a la ley mayor que escribe la forma del mundo: que todo pasa y en nada rige sino caducidad.

Quizás sea esa experiencia de la temporalidad en lo fugaz lo que la ficción de los últimos días nombra, una experiencia que de alguna manera nos corresponde epocalmente -asumir lo cual representa aceptar como fuerte el pensamiento de la posmodernidad, reconocer en él algo no puramente negativo, sino auroral: reconocerle como profecía y anuncio del estallido de la era del tiempo-ahora (como tiempo-pleno) que palpita en la imaginación de los últimos días.

Si ese presentimiento fuera cierto, al asomarnos a su figura veríamos cumplida la condición que Benjamin interpuso para confiar en algún saber. Parafraseándole, por última vez, “nunca creeríamos en forma alguna del arte que no permitiera explicar por qué en los posos del café puede leerse todo el futuro”.

Como en ellos, éste se escribe en Los Últimos Días. Y dice, ciertamente, “esperanza” -aunque “no para nosotros”. Pero, maldita sea, quiénla necesita: ¿acaso no basta con que la haya?



Este texto sirvió de introducción a la exposición "Los Últimos Días" organizada por el autor en las Salas de Exposiciones del Teatro de la Maestranza, en Sevilla, presentada en 1992. Eran artistas presentes en la expo: Ignasi Aballí, Pep Agut, Pedro Cabrita Reis, Hanna Collins, Jordi Colomer, Pepe Espaliú, Robert Gober, Rodney Graham, Cristina Iglesias, José Maldonado, Reinhard Mucha, Juan Muñoz, Hirsch Perlman, Simeón Sainz Ruiz, Jan Vercruysse y Jeff Wall.


NOTAS

[1] Friedrich Nieztsche, La Gaya Ciencia, 1882.
[2] Walter Benjamin, Origen del Drama Barroco Alemán, 1928.
[3] Leonard Cohen. La energía de los esclavos. 1972.
[4] Walter Benjamin, Le Livre du Passages, 1934.
[5] Walter Benjamin, Tesis de Filosofía de la Historia, 1940.


miércoles, 1 de septiembre de 2010

Musas insumisas

Acaba de salir:
Contraportada:

A través del riguroso y detallado estudio que se realiza en Musas insumisas, podremos observar con nitidez la imagen actual y los modelos de feminidad en la narrativa contemporánea, bastante alejados ya en su mayoría, como se demuestra aquí, del históricamente hegemónico discurso masculino. En su primera parte, se abordan los planteamientos femeninos que mejor explicarían las mutaciones estéticas que se han producido en este cambio de siglo y que nos obligan a repensar el texto literario en su totalidad. Comienza este libro con la reinterpretación de Cuatro años en París (1940-1944), analizando el conflicto de identidad del personaje andrógino en el texto de Victoria Kent; aplica después extensamente la teoría de Judith Butler a la constitución del personaje femenino en Las edades de Lulú, de Almudena Grandes; explora la identidad femenina en la figura de la madre espectral en Pilar Pedraza; deconstruye también el esquema congénito de la mujer como cuerpo fetichizable en Margo Glantz; y aborda, por último, las obras de diversas autoras donde el discurso tecnológico y de género toma nuevos e insospechados rumbos.

Algunos enlaces a medios que se han echo eco de la noticia: